País Vasco en Autocaravana
DE BILBAO A HONDARRIBIA EN AUTOCARAVANA, UN VIAJE EN AUTOCARAVANA POR LA COSTA VASCA
Mar cantábrico en estado puro. Acantilados de película y villas con agudo olor a sal y pescado, curtidas por el oficio de la pesca, de cabotaje y de altura. La costa vasca es una de las rutas imprescindibles del norte de España. Abrupta y entrecortada, que merece la pena ser apurada por la carretera más próxima al litoral. No es la única opción, pero sí la más memorable. Nuestro plan comienza en Bilbao y termina en Hondarribia.
POR GUILLERMO GATSBY
Sí, la costa del País Vasco es un destino perfecto para vivir una gran experiencia camper. Aquí os proponemos un plan de amplio aliento. Rutas urbanas y marítimas. Rutas por pueblos curtidos en el oficio de la pesca, que siguen deleitando al viajero con su pintoresco paisaje de barcos multicolores, y por villas y ciudades entregadas a la Dolce Vita del descanso estival. Rutas también de iglesias y ermitas, que hoy en día son espacios de culto y espectaculares miradores, pero que en el pasado sirvieron de atalayas defensivas. Rutas por torres y faros que no han apartado su vista del horizonte a lo largo de los siglos. Playas, innumerables playas de fina y dorada arena. Y por supuesto, una gastronomía cinco estrellas. ¿Preparados? Empezamos.
BILBAO
La ciudad de ferrocarriles y fábricas que convirtió la ría en una cloaca, la ciudad triste y oscura que amó y maldijo Blas de Otero, ya no existe. Por no existir ya casi ni existe el molesto sirimiri que acentuaba su aspecto británico. Bilbao es hoy una ciudad completamente diferente, con tranquilos y agradables paseos junto a la ría; un ejemplo perfecto de cómo la modernidad estética puede integrarse en una historia de siglos.
Qué ver en Bilbao
El primer consejo: para captar todo el encanto de Bilbao hay que visitarlo tanto de día como de noche. Ambas visiones son complementarias e imprescindibles.
Las Siete Calles
La zona más castiza de Bilbao: comercios, restaurantes, bares de pintxos… Se trata de la parte de la ciudad que menos ha cambiado, el origen de todo, el Casco Viejo: Artecalle, Somera, Tendería, Belosticalle, Carnicería Vieja, Barrencalle, Barrencalle Barrena y La Ronda. Siete calles estrechas, agrupadas en torno a la catedral de Santiago – claustro gótico, fachada y torre de 1885. Allí se encuentra la Plaza Nueva, llena de terrazas y bares de pintxos. Y a dos pasos, muy cerca del puente y la iglesia de San Antón, el Mercado de la Ribera, uno de los mercados europeos con más variedad de productos.
El Arenal
Las rías y los ríos separan, pero también unen y son un lugar perfecto para plantar puentes monumentales que pasan a formar parte de las ciudades. En el caso de la ría del Nervión son diez los puentes que la atraviesan a su paso por Bilbao. El del Arenal no es el más espectacular ni el más antiguo, pero sí el más evocador por los edificios que concentra a su alrededor: el pastel de nata del Teatro Arriaga, de estilo ecléctico, y la evocadora Estación de Santander, de estilo modernista.
El Ensanche
Dice el historiador José Carlos Mainer que no habrá otra generación que done las colecciones del Museo de Bellas Artes ni que conciba la esplendidez del Ensanche. La Gran Vía es el eje del Ensanche, la avenida más hermosa de la ciudad: cuatro kilómetros de edificios decimonónicos que compiten entre sí por exhibir la riqueza de la burguesía industrial y financiera del primer tercio del siglo XX. Nace en la Plaza Circular y muere en el monumento al Sagrado Corazón de Jesús, la escultura más alta de la ciudad si exceptuamos el Mercurio que corona el edificio del Banco Bilbao.
Paseo de Abandoibarra
Es la cara del Bilbao del siglo XXI. Sobre los viejos astilleros y antiguos muelles que se extendían a la vera del ría hay hoy un espléndido paseo donde se alzan los grandes hitos de la renovación urbanística de la capital vizcaína: las torres Isozaki, el puente de Calatrava, el Museo Guggenheim, la torre de Iberdrola y el colosal Palacio Euskalduna, cuya fachada posterior recuerda las cuadernas de un barco en construcción.
Museo de Bellas Artes
Muy cerca del Guggenheim, en el parque Doña Casilda. Creado con sorprendentes donaciones particulares, es nuestro museo favorito, incluso por delante del universal Guggenheim. Con una extraordinaria colección de pintura española, italiana y flamenca, alberga cuadros de El Greco, Murillo, Goya, Gauguin, Gris, Bacon… y esculturas de artistas como Oteiza y Chillida. Y para quien quiera asomarse al Bilbao que creó esta pinacoteca, los cuadros de Aurelio Arteta, con sus astilleros, fábricas, minas y obreros de mirada cansada, y también con sus pescadores y esos representantes de la gran burguesía que se retrataban en familia, como los Madariaga-Astigarraga que posan en un jardín.
Y para terminar, Archanda
Por muchas razones Bilbao es una ciudad diferente, que también pide ser disfrutada de forma distinta. Es peculiar, y merece la pena apreciarlo, el modo en que se encuentra encajonado entre montes y también cómo se deja ver desde ellos con gusto. Desde Archanda se divisa la urbe entera y toda la ría del Nervión, la matriz, el elemento fundamental de Bilbao, su gran símbolo. Símbolo espacial y también temporal, histórico, ya que su curso resume mejor que cualquier libro de historia el presente y el ayer de la ciudad.
EL PUENTE COLGANTE O PUENTE DE VIZCAYA
Dice García de Cortázar: “Hoy, casi como ayer, la ría del Nervión continúa siendo una frontera”. A la izquierda, los antiguos núcleos obreros, los municipios que se asoman a los viejos muelles donde se cargaba y descargaba mineral y se encontraban los Altos Hornos de Vizcaya: Sestao, Barakaldo, y más allá, Portugalete, Santurce y Zierbana, lugares de tradición marinera donde se puede comer un buen pescado y marisco a la brasa. A la derecha, la margen rica, soleada y bien acomodada: Las Arenas, Neguri… Desde la primera se contempla la majestuosa vista de la segunda. Pero, sin duda, no hay mejor lugar para ver y sentir las diferencias entre esas dos mitades que la pasarela superior del Puente de Vizcaya o Puente Colgante, desde donde, además, se tiene una panorámica espléndida de la desembocadura de El Abra.
Claro, que, aquí, las panorámicas quizá sean lo de menos. Porque lo verdaderamente maravilloso es el mismo puente, Patrimonio de la Humanidad desde 2006. Se trata de una estructura metálica de sesenta y un metros de altura y ciento sesenta de longitud que salva la ría, enlazando Portugalete con Las Arenas. Se construyó a finales del siglo XIX para poder conectar las dos márgenes de la ría sin obstruir el paso de los barcos en su navegación fluvial y fue el primer puente trasbordador del mundo, un prodigio de la ingeniería. Su espectacular diseño, que sirvió de modelo a decenas de puentes similares, sigue asombrando hoy a todo aquel que lo contempla por primera vez. Y además, el tiempo no parece afectarle, ya que mientras todos y cada uno de sus hermanos de metal han sido reemplazados, él se mantiene en activo, impasible y vigoroso, casi tal cual estaba cuando lo cruzaron los primeros pasajeros.
GETXO, RECUERDOS DE LA DOLCE VITA
Vale comprar un ticket de ida y vuelta y cruzar a bordo del trasbordador a Portugalete, villa fundada allá por el siglo XIV, con un agradable paseo junto a la ría con vistas a Las Arenas y Neguri, y un casco viejo de calles empedradas que llevan a la hermosa iglesia de Santa María (siglos XV y XVI) o a la sólida torre de Salazar, del siglo XIV.
Y también vale la pena recorrer a pie el evocador paseo que hay entre el Puente Vizcaya y la playa de Arrigunaga, ya en la margen derecha: un paseo de paseos a la vera de la la ría y el mar con varios puntos de interés.
Primero, Las Arenas y Neguri, con sus pequeñas playas de Las Arenas y Ereaga. Ciertos lugares - volvemos a García de Cortázar - cristalizan el tiempo en el espacio, y eso es precisamente lo que ocurre en estos dos barrios de Getxo, donde la burguesía industrial y financiera del Bilbao de comienzos del siglo XX decidió levantar imponentes palacios en medio de extensas fincas ajardinadas, buscando reproducir las modas inglesas que predominaban en la alta sociedad de la época.
Muchas de aquellas mansiones siguen en pie. Otras ha desaparecido. De las primeras, destaca el Palacio de Lezama-Leguizamón, todavía orgullosa sobre el pequeño promontorio de Arriluze. De las segundas, la más representativa quizá sea la del magnate Horacio Echevarrieta, el Ciudadano Kane del Bilbao de entreguerras. Echevarrieta fue, quizá, el industrial más rico de la España de Alfonso XIII, pero al esplendor de sus negocios le sucedió la ceniza y de su Xanadú particular solo queda hoy, frente a la playa de Ereaga, la ruina abandonada de lo que fueron las majestuosas Galerías de Punta Begoña, diseñadas por el arquitecto Ricardo Bastida en 1918: un edificio emblemático desde donde el magnate vasco dominaba visualmente las minas de hierro de su propiedad y el mar por el que salían los barcos de su naviera.
El paseo continua subiendo por el Puerto Viejo de Algorta, pero antes os aconsejamos hacer una parada técnica en una de estas dos terrazas: la del hotel Embarcadero, con vistas a la playa de Las Arenas y a los palacetes de Neguri, o la del hotel Igeretxe, al pie de la playa de Ereaga. Ambas son perfectas para tomar un aperitivo.
El Puerto Viejo de Algorta se encuentra al final de la playa de Ereaga. Casas de pescadores, tabernas para degustar algún pintxo. Sus entrañables escalinatas son un asiento natural para tomar una caña al sol o, por qué no, un vaso de txakoli.
Muy cerca del Puerto Viejo encontramos la playa de Arrigunaga, y allí una de las rutas más espectaculares que reserva al viajero esta parte del litoral vizcaíno: el paseo de los acantilados que lleva a La Galea. Por el camino, el cementerio de Nuestra Señora del Carmen, lugar de descanso de algunos de los más grandes potentados de Vizcaya, que duermen el sueño eterno en sus majestuosos panteones, y el Fuerte de la Galea o Castillo del Príncipe, construcción militar levantada en el siglo XVIII para completar la defensa del Abra. Pero, aquí, la estrella es el paisaje; el mar, los acantilados… sencillamente, memorable.
Para terminar el día, no se nos ocurre un lugar mejor que El Molino, también del siglo XVIII, y la terraza de su restaurante de comida tradicional. Su famosa tortilla de patatas y la puesta de sol sobre El Abra son palabras mayores.
DE SOPELANA A BAKIO
Además de playas y olas, Sopelana tiene estupendos miradores donde disfrutar la puesta del sol tomando una cervecita y espectaculares paseos sobre acantilados que llegan hasta Getxo, por un largo, y a Barrika, por otro. A un paso de esta última quedan Plentzia y Gorliz. Pero antes de lanzarnos otra vez a la carretera vale la pena acercarse a las tres playas de Barrika: Barrika, Meñakoz y Muriola. Tres arenales vigilados de cerca por acantilados de vértigo.
Plentzia es una de las playas tradicionales de los bilbaínos para pasar el verano, un pueblo con puerto que aún conserva su antiguo aire de viejo marinero. Hay que pasear por su casco histórico sin prisas y después uno puede cruzar a la playa de Gorliz, arenal que se une al de Plentzia cuando baja la marea, con dunas petrificadas y acantilados por donde asoman los verdes campos que recorren la costa.
De la misma playa de Gorliz sale un sendero que lleva monte arriba hasta el Faro de esta localidad, A sus pies, los búnkeres de Cabo Villano, defensa militar construida por prisioneros republicanos al concluir la guerra civil, cuando la deriva de la Segunda Guerra Mundial hizo temer al régimen franquista una invasión de los aliados. Son los años que después recordaría Gil de Biedma en su Elegía y recuerdo de la canción francesa:
Hasta el aire de entonces parecía
que estuviera suspenso, como si preguntara,
y en las viejas taberna de barrio
los vencidos hablaban en voz baja…
Nosotros, los más jóvenes, como siempre esperábamos
algo definitivo y general.
Un poco más allá de Plentzia, a escasos cuatro kilómetros, está Armintza, con su delicioso barrio de pescadores. Y algo más lejos, a unos dieciséis kilómetros, por una carretera que sube y baja, tan repleta de curvas como bella, Bakio, rodeado de montes y acantilados, cuna del txakolí y punto caliente del surf vasco.
SAN JUAN DE GAZTELUGATXE
Muy cerca de Bakio queda la hermosa ermita de San Pelayo, construida en el siglo XII y de estilo románico. Y apenas un kilómetro más adelante encontramos uno de los rincones más icónicos de la costa vasca: San Juan de Gaztelugatxe, el más bello remanso de paz en medio de la bravura de las olas. Su islita de roca, sus 241 escaleras y su pequeña ermita vigilando el Cantábrico componen una postal inolvidable. Claro que, para muchos, este prodigioso paraje de Vizcaya será siempre la mítica Rocadragón de Juego de Tronos, el lugar donde John Nieve se encontró cara a cara con Daenerys Targaryen.
MUNDAKA
Hay quien piensa que Mundaka es el pueblo más bonito de la costa de Vizcaya. Y sin duda, es uno de los más evocadores y agradables de visitar. El puerto, de tamaño diminuto, angosto como un pozo; la iglesia de Santa María, grande y gris junto a la ría; el hermosísimo paisaje marino de verdes y azules imborrables… tienen un encanto que no se ve alterado ni siquiera por la lluvia.
“La barra”, como se llama a su mítica ola de izquierdas, es el hito principal de Mundaka.Y, por supuesto, su “ mayor monumento”. Se puede ver viviéndola desde dentro, es decir, surfeándola, o desde el mirador de la Atalaya, junto a la bella iglesia de Santa María. Pero Mundaka tiene un tesoro inesperado: la ermita de Santa Calina, una pequeña iglesia de transición entre el gótico y el renacimiento. Lo que más llama la atención es la armonía del templo con el paisaje.
GERNIKA
Y llegamos a Gernika, ciudad de gran valor simbólico porque en ella se celebraban las Juntas del Señorío de Vizcaya a la sombra de un viejo roble que crecía junto a la ermita de Santa María la Antigua, el célebre árbol de Gernika. Hoy la primitiva ermita y el viejo roble medieval han desaparecido, pero en su lugar se levantan la Casa de Juntas y un templete circular que enmarca un nuevo roble, plantado para que no se pierdan las antiguas tradiciones.
Gernika es también la encarnación, en suelo peninsular, de los bombardeos salvajes a los que se acostumbró el mundo en el siglo XX. La pequeña villa vizcaína fue atacada indiscriminadamente por la Legión Cóndor al servicio de Franco el 26 de abril de 1937, un salvaje episodio en el que Picasso no sólo vio el horror de la guerra civil española, sino el de todas las guerras. El famoso cuadro del pintor malagueño se exhibe en el Museo Reina Sofía de Madrid.
Pero Gernika es mucho más que historia. Es su mercado, abarrotado de verduras y frutas que llevan los aldeanos de sus huertas. Y también el interesante Parque de los Pueblos de Europa, donde, entre árboles añosos, se exponen escultoras de Chillida, Henry Moore y otros artistas.
BOSQUE DE OMA Y CUEVAS DE SANTIMAMIÑE
Muy cerca de Gernika encontramos la cueva de Santimamiñe, cueva que, a la belleza natural de su bosque de estalactitas y estalagmitas, suma unas pinturas rupestres que nos permiten viajar al 11.000 a.C. Ciervos, bisontes, caballos y osos decoran las frías paredes, recuerdo casi milagroso de la manera en que miraban el mundo los seres de la Prehistoria. La visita presencial no es posible, pero la cueva cuenta con un Centro de Interpretación que nos permite recorrer su interior en 3D.
La experiencia vale la pena, sobre todo si se realiza con niños. Y después, a muy poca distancia, espera el bosque de altos pinos que Agustín Ibarrola dejó encantado en el minúsculo y hermosos valle de Oma. Un lugar único, completamente onírico, pintado por entero con colores y formas que sólo existen en los sueños. Ojos, olas, corazones, figuras antropomórficas y de animales. En ellas el bosque cobra vida. Por ellas los árboles te miran, se mueven, susurran, hablan.
CATILLO DE ARTEAGA
No lejos de Gernika, dominante y majestuoso sobre la ría, se encuentra el castillo de Arteaga, capricho romántico de Eugenia de Montijo, aquella bella dama de ascendencia vizcaína que fue esposa de Napoleón III. La emperatriz lo levantó sobre los cimientos de una antigua fortaleza medieval y, sin duda, es el reflejo de una época y de un mundo ya desaparecido: el de la Francia del Segundo Imperio.
POR URDAIBAI HASTA LEKEITIO
Del castillo de Arteaga a las playas de Laida y Laga hay sólo un salto. Muy cerca el uno del otro, ambos arenales se encuentran en plena Reserva de Urdaibai, separados de Mundaka por la ría. Su belleza salvaje no se puede describir, hay que verla. Desde ambas se divisan la isla de Ízaro, cuya imagen hizo célebre en los ochenta la distribuidora de cine Ízaro Films, y el cabo de Ogoño.
A la sombra, precisamente, del cabo de Ogoño, dormita Elantxobe, pequeña localidad marinera a la que se llega por una carretera repleta de curvas. El puerto, de rotundos espigones, parece construido para sostener las casas del pueblo, cuya disposición apretada y en cuesta forma una verdadera escalera hacia el mar.
Hay que bajar hasta el puerto para tener la panorámica más bella de este singular pueblo. Y después subir sus empinadas rampas y, a través de verdes prados, salpicados de caseríos, seguir hasta Ogoño. La vista merece la pena, ya que desde allí vemos no sólo buena parte de la costa cantábrica, sino también la Reserva de Uradaibai y la entrada a la ría de Mundaka.
Y continuando por la carretera BI-638, llegamos a Lekeitio, con su encantadora playa urbana, su puerto de larga tradición pesquera y esa isla de San Nicolás que en los siglos medievales se usó como colonia de leprosos. El mar, aquí, no tiene el ceño trágico que muestra en los pueblos y cabos vecinos. Sí, Lekeitio, junto a la desembocadura del río y ría de Lea, es más alegre, un lobo de mar, con dientes de lobo, pero con la rosa de los veraneos de Isabel II en la boca.
Qué ver en Lekeitio
Aquí hay que visitar la iglesia gótica de Santa María, de estructura ágil y resuelta, casi presta a navegar por la ría y el mar. El retablo flamenco que guardan sus muros, con pasajes de la vida de la Virgen y de la Pasión, es una bellísima sorpresa. El palacio de Uriarte es otro de los recuerdos medievales que atesora la villa. Y claro, luego están los ecos de los veraneos aristocráticos del siglo XIX y también palacios galantes de la nobleza local, como el de Zubieta, mansión señorial y melancólica escondida en una vuelta del brazo del mar.
MUTRIKU
Mutriko es la cuna del marino Cosme Damián Churruca, héroe de la batalla de Trafalgar. Su casa natal sigue en pie, en una de las calles que sale de la Plaza Mayor. Muy cerca encontramos los palacios de Zabiel, de Montalivet, de Galdona y de Olazarra. Y puesto que hemos empezado hablando de palacios, es inevitable mencionar la casa torre de Berriatua, de estilo gótico.
Pero más allá de cualquier descripción puntual, la mejor recomendación para disfrutar esta bella villa marinera es pasearla tranquilamente, con lluvia o sin lluvia, desde la parte alta, salpicada de viejas mansiones señoriales, hasta el puerto.
DEBA
Unos 17 kilómetros separan Mutriku de Deba. Y aquí otro casco histórico lleno de encanto, con una iglesia gótica que bien merece una visita. Aunque el recuerdo imborrable pertenece al paisaje. Las hermosas playas de Santiago y Lapari. El flysch negro, colofón espectacular de un paseo que discurre paralelo a los arenales. La deliciosa visión de la pequeña cala salvaje de Sakoneta cuando baja la marea. La panorámica de la costa que ofrece el balcón del barrio de Elorriaga. Y el idílico valle de Lastur, un rincón rural perfecto para practicar senderismo.
RUTA DEL FLYSCH
A veces la naturaleza transforma el paisaje en arte. Otras veces lo convierte en un libro de historia. En los 16 kilómetros de acantilados que van desde Deba a Zumaia la naturaleza ha llevado a cabo las dos cosas. Se trata de el Flysch, una especie de milhojas en el que se intercalan capas duras y blandas formadas por sedimentos y fósiles marinos depositados en el fondo del mar. Son las bellísimas páginas de una enciclopedia que nos permite leer 60 millones de años de la historia geológica de la Tierra.
La ruta se puede hacer de dos maneras: bien caminando por senderos que bordean los acantilados o bien en barco. Cualquiera de las dos opciones vale la pena. De hecho, uno no advierte el verdadero hechizo de la costa guipuzcoana hasta que no contempla este mágico paraje acantilado.
ZUMAIA
Varada junto a la desembocadura del Urola, Zumaia fue antaño una villa floreciente por sus astilleros, pero hoy es más conocida por la belleza de su entorno. Y es que su playa de Itzurun es una parte estelar de uno de los tramos más espectaculares del litoral vasco. Célebre universalmente por su aparición en Juego de Tronos. Mágica, porque en ella alcanza su máxima expresión el Flysch.
Hay que pasear por la playa de Itzurun, por supuesto. Y después subir hasta la ermita de San Telmo, escorada en los acantilados. Desde allí, con el viento del Cantábrico en la cara, la panorámica del Flysch es indescriptible.
Pero Zumaia es más que un paisaje. Su casco histórico, guardián de hitos medievales como la iglesia gótica de San Pedro, invita a perderse por sus calles estrechas y empinadas.
Finalmente, una visita a esta evocadora villa marinera no sería completa sin acudir al Museo de Zuloaga, guardián de una colección que resume muy bien la obra del gran pintor vasco.
Dice Muñoz Molina que Zuloaga es un pintor de una carrera muy larga y una obra muy copiosa en la que hay cimas y caídas, pero que rara vez deja de ejercer un impacto tajante cuando nos encontramos con él. Estoy de acuerdo, y más aún después de ver los cuadros que hay en Zumaia. El museo custodia, además, las obras ajenas y los caprichos que el pintor del 98 coleccionó en vida: Goya, Zurbarán, Rodin… Y en medio de todo este festín de formas y colores, una espada nazarí del siglo XV, que pasa por ser la del rey Boabdil de Granada.
GETARIA
Hay lugares cuya belleza depende de la estación que los ocupe. Algunos son inconcebibles sin sol y otros resultan insulsos sin nieve. Pero también existen lugares que son ajenos a esa condición y conservan siempre su encanto. Getaria es uno de ellos.
Las últimas curvas de la carretera que llega de Zumaia (GI-634) nos permiten asomarnos ya a una de las visiones más deliciosas de esta ruta: el Ratón de Getaria, ese monte suave y verde con forma de roedor tumbado, a cuya sombra se extiende la vieja población ballenera que guarda impreso en su bandera el recuerdo del colosal mamífero marino.
La seña de identidad de Getaria es ese promontorio de postal, coronado por un faro que enciende su luz cada noche y barre el horizonte marino para guiar a los navegantes. Pero también las estrechas callejuelas de la villa medieval, la hermosísima iglesia gótica de san Salvador, el puerto donde los barcos descargan sus cajas de pescado y el cementerio, también encima del pueblo, mirando al mar y al amplio y solemne horizonte.
Dice García de Cortázar que ningún viajero que visite este pueblo guipuzcoano permanecerá ajeno a la memoria de su hijo más ilustre, Juan Sebastián Elcano, el primer navegante que dio la vuelta al mundo. Es verdad. Su aventura está muy bien recordada en el soberbio monumento que vigila el puerto, inspirado en la Victoria de Samotracia y levantado sobre un antiguo baluarte de la muralla.
Otro lugar imprescindible de Getaria es el museo dedicado a Cristóbal Balenciaga, junto al palacio Aldamar, antigua residencia de los marqueses de Casa Torre, donde un jovencísimo Balenciaga se inicio en la costura. Merece la pena.
ZARAUTZ
Antes que los surfistas, de Zarautz se enamoraron la reina Isabel II, que aquí, en el Palacio de Narros, pasó muchos veranos, y el pintor valenciano Joaquín Sorolla, que estuvo con su familia en el verano de 1919. Sorolla plantó su caballete contra el viento de la playa como un fotógrafo plantaría el trípode de su cámara y pintó varios cuadros con los ojos muy abiertos y los pinceles alerta al mar y al momento en que la luz transforma el paisaje de un momento a otro. Bajo el toldo es uno de esos cuadros. En él, Sorolla retrató a su mujer y a su hija vestidas de blanco y tal vez, sin pretenderlo, nos regaló una prodigiosa instantánea de aquellos viejos veraneos de la Europa de entreguerras que a mí siempre me recuerdan los versos del poeta Gabriel Celaya, donostiarra sin patria y vasco de todo el mundo:
Hoy podremos bañarnos y seremos felices
confundidos con la mar y con los dioses
Ya entonces los toldos de rayas azules y blancas eran símbolo de la playa de Zarautz. Y ahí siguen, alineados en el espléndido arenal de 2500 metros de extensión, dando color al verano, aunque su atractivo puede disfrutarse también en otoño, invierno y primavera, y con menos gente en el paseo marítimo.
Pero Zarautz no empieza y termina en el mar. De la villa playera al centro histórico hay un salto. Allí destacan la torre Luzea, levantada en el siglo XV en estilo gótico; los conventos de los franciscanos y de los carmelitas; y la iglesia de Santa María la Real. Y en las entrañas de este templo barroco y de la contigua torre del reloj, varios tesoros: una necrópolis medieval y restos arqueológicos que testimonian cinco largos siglos de ocupación romana. Vale la pena visitar este insospechado yacimiento arqueológico, con suelos de cristal que te permiten caminar como un espíritu indiscreto sobre los hogares, tumbas y calaveras de un Zarautz desconocido.
Y claro, no puede olvidarse que estamos en uno de los centros gastronómicos del País Vasco, con esa mezcla de tascas y restaurantes de alcurnia que hace de esta villa un lugar único para disfrutar del buen comer.
Un buen plan para bajar la comida es pasear por el Biotopo Protegido de Iñurritza, a tan sólo unos cientos de metros del casco urbano: un espacio fascinante de dunas móviles y fijas abiertas al mar entre la desembocadura del pequeño arroyo que le da nombre y los acantilados rocosos del puntal de Mollarri. Una pasarela permite acceder a este bello paraje marino y contemplar la flora y fauna del lugar sin poner en riesgo su delicado ecosistema.
Y para terminar, la ermita de Santa Bárbara, a la que se llega por la senda que lleva a Guetaria. Construida en el siglo XVIII gracias a las limosnas, hasta ella llevaban los pescadores de antaño partes de las ballenas capturadas como ofrenda. Hoy, cuando la industria ballenera no es más que un lejano recuerdo, tan lejano como las aventuras que poblaban la memoria del barojiano Shanti Andía, la ermita se alza como un extraordinario mirador a la playa y a la villa de Zarautz.
SAN SEBASTIÁN (DONOSTIA)
¡San Sebastián!, palabras mayores. Decía Paul Morand que las ciudades pueden clasificarse en dos clases: las que te retienen el tiempo suficiente para ver sus monumentos y conocer su historia, y las que te cautivan para siempre. San Sebastián pertenece a estas últimas. Es la primera pata del turismo en el País Vasco y un referente de los veraneos elegantes de la belle époque en España, pero sobre todo es una ciudad que contiene un paisaje: el monte Igueldo, la isla de Santa Clara y el monte Urgull, que cierran la icónica playa de La Concha, y ayudan a contemplar su belleza desde perspectivas distintas.
Qué ver en San Sebastián
No es fácil reflejar en pocas palabras todos los matices de San Sebastián. Además, se ha escrito tanto sobre ella que hay que hacer un esfuerzo titánico por distanciarse y volver a ver la ciudad como si fuera la primera vez, como si se la enseñaras a un hijo pequeño o a un marciano que aterrizara desde del parque de atracciones que hay en el monte Igueldo.
El primer consejo: para captar todo el encanto de San Sebastián hay que visitarlo tanto de día como de noche. Ambas visiones son complementarias e imprescindibles. Otra recomendación: pasear y pasear por la ciudad hasta caer agotados, y si el día se presenta lluvioso, con ese sirimiri que también forma parte de la imagen de San Sebastián, no se amarguen ni se arredren, relájense y experimenten el placer de caminar por una ciudad - como dice Raúl Guerra Garrido - paseable de este a oeste, dede la Paloma de la Paz de Néstor Basterrechea al Peine de los vientos de Chillida, pasando por la Construcción Vacía de Oteiza, sin necesidad de salvar más desnivel que los breves escalones del puerto.
Monte Igueldo
Quizá un buen lugar para empezar la visita sea el monte Igueldo, al que se sube por un viejo funicular con vagones de añeja madera despintada, asegurados sucesivamente por el encargado del ingenio. Allí arriba, San Sebastián tiene un parque de atracciones anclado en el tiempo. Fue inaugurado por la reina regente María Cristina de Habsburgo Lorena, viuda de Alfonso XII, a comienzos del siglo XX y uno diría que no ha cambiado mucho desde entonces. Hay quien piensa que es un atraso; yo lo encuentro fascinante, un verdadero túnel del tiempo, con sus casetas de tiro al blanco, su Montaña Suiza, su Río Misterioso, el Gran Laberinto, cuya inauguración Fernando Savater recuerda como uno de los acontecimientos de su infancia…
Y claro, desde el monte Igueldo se tiene una de las panorámicas más memorables de la ciudad: el mar, la isla de santa Clara, la bahía, el emblemático paseo de la Concha, el monte Urgull con el Sagrado Corazón de Jesús en lo alto.
Peine de los Vientos
A los pies del monte Igueldo se encuentra la playa de Ondarreta, con sus casetas a rayas blancas y azules, los colores de la ciudad, y en el extremo occidental de esta playa, se alza uno de los iconos modernos de San Sebastián, el Peine de los Vientos, de Eduardo Chillida y Luis Peña Ganchegui. Se trata de un monumento formado por varias terrazas de granito y tres piezas de acero que se adelantan hacia el horizonte, desafiándonos a ver el viento mientras la espuma de las olas nos azota la cara
Palacio de Miramar
Lo ordenó construir María Cristina y se alza sobre el promontorio del Pico del Loro, que separa las playas de Ondarreta y La Concha. San Sebastián fue la pasión más perdurable de la reina regente y este palacete de estilo inglés diseñado por el prestigioso arquitecto Selden Wornum es, sin duda, el mayor recuerdo de ese amor. Vale la pena pasear por sus jardines: la vista es de las que nos se olvida.
La playa y el paseo de La Concha
Resulta imposible hablar de San Sebastián y no pensar inmediatamente en La Concha, con la isla de Santa Clara al fondo y la famosa barandilla de blanca guirnalda al fondo. Era la playa preferida de la reina María Cristina y detrás de ella llegó la vieja aristocracia. César González Ruano dijo, en una ocasión, que era uno de los mejores lugares del mundo para pasear. Y se trata, sin duda, de la mayor aportación guipuzcoana al paisaje universal del turismo. Nadie la ha descrito mejor que Fernando Savater en su impagable guía de la ciudad, publicada por la editorial Confluencias:
“El mayor acierto de La Concha es su tamaño:está hecha pase ser paseada, nadada, contemplada, disfrutada de todas las maneras posibles. Es chic y civilizada, pero el abrazo de sus montes y la nave central de la isla de Santa Clara ponen la nota campestre y el fondo del puerto y la Parte Vieja aportan raigambre popular. Resulta elegante, con su divinamente encajado Club Náutico en un extremo fingiendo ser el yate más perezoso de los mares y su palacio de Miramar, tan inglés, en el otro, pero no cursi. Tiene un poco de todo y además personalidad propia, reposada, algo presumida en los arrebolados atardeceres, fantástica y tersa en plata líquida de las madrugadas. Quien no la ha visto a todas horas y en todas las épocas del año, no puede decir realmente que la ha visto”.
Hoteles y cine
Los hoteles antiguos y distinguidos también se encuentran entre los monumentos más característicos de San Sebastián. No hay que olvidar que esta ciudad vivió sus días de esplendor en la belle époque y que por aquí han pasado desde reyes y reinas a célebres espías como Mata Hari y estrellas del viejo Hollywood como Bette Davis, Lauren Bacall o Robert Mitchum. Y tampoco puede ignorarse que su Festival Internacional de Cine conserva aún parte de aquel glamour.
Recuerdo una divertida anécdota que contaba Maruja Torres con motivo de la presencia de Robert Mitchum para recoger el premio a toda su carrera. Estamos en el año 1993 y dos señoras de la buena sociedad donostiarra hablan sobre el homenajeado. “Es el más grande de los que ha venido”, dice una. “Mujer, tampoco exageres, que aquí hemos tenido a Gregory Peck”, replica la otra. “Sí”, contesta la primera con voz soñadora. “ Con ese yo me habría casado”. Y seguidamente, añade: “Pero con Mitchum, casa y todo con el otro, me habría fugado a la selva”.
Cinéfilo como soy, uno puedo dejar de aconsejar la terraza del Hotel María Cristina, mítico edificio de principios de siglo donde se alojan las estrellas que acuden al Festival Internacional de Cine. Aunque, claro, si he de elegir un hotel en la ciudad, me quedo con el Londres, vecino del ya desaparecido del lujoso Continental Palace, donde se hospedaban Gary Cooper y Marlene Dietrich en Deseo, la deliciosa comedia de Frank Borzage.
De pintxos por el casco viejo de San Sebastián
La playa y el paseo de La Concha se completan y complementan con los jardines de Alderdi-Eder, que conducen, por un lado, al muelle, con sus pequeñas embarcaciones y ese recuerdo de la belle époque que es el Club Náutico, y, por otro, al centro histórico, la parte vieja, un rectángulo perfecto delimitado por el puerto, el monte Urgull, la desembocadura del río Urumea y la avenida del Boulevard.
Calles estrechas y rectas, casas antiguas, balcones con geranios, pequeños comercios… eso es la diminuta parte vieja de San Sebastián. Y bares y restaurantes, claro, porque el viejo centro histórico de San Sebastián atesora un mundo gastronómico de primerísimo nivel. Escribe, con razón, Fernando Savater:
“En la parte vieja, como corsaria de la vieja nueva cocina, se suceden inacabables variantes de pintxos, pintxos, no banderillas, pero las “Gildas” permanecen omnipresentes: guindillas verdes suavemente picantes, a poder ser de la isla de Santa Clara, ensartadas con anchoa y aceituna: homenaje a Rita Hayworth y a un Festival de Cine que ya se ha hecho fiesta patronal”.
Museo San Telmo
Además de pintxos, en la parte vieja encontramos la iglesia gótica de San Vicente, que parece excavada en el monte Urgull; la basílica de Santa María, con portada churrigueresca del siglo XVIII; y el Museo de San Telmo, un hermoso convento de dominicos fundado en la primera mitad del siglo XVI por el secretario de Carlos V, don Alonso de Idiáquez.
El Museo de San Telmo es un lugar que no puedes perderte. Su delicioso claustro renacentista hospeda estelas funerarias de gran antigüedad, de las que tanto han influido en la escultura de Oteiza. Y la iglesia está decorada con frescos de José María Sert, ochocientos metros cuadrados de pescadores, armadores navegantes, ferrones y comerciantes, un canto titánico al pueblo vasco, a sus historias y leyendas.
Boulevard
Y llegamos al Boulevard, que marca el final del casco viejo y el inicio del ensanche, de calles majestuosas y bellos edificios decimonónicos. Dice García de Cortázar que nunca se ha sentido tan cerca de París, lejos de París, como en esta parte de San Sebastián. Y sin duda, representa uno de los toques afrancesados de la ciudad. Su joya más encantadora, el proporcionado y gracioso quiosco modernista.
Y ya que hablamos de recuerdos parisienses, hay que mencionar el Teatro Victoria Eugenia, edificio elegantísimo y tan francés que parece directamente trasplantado de las orillas del sena a la del Urumea. Junto al Hotel María Cristina ( ambos son de la misma época), constituye lo más distinguido arquitectónicamente de la ciudad.
Puente María Cristina
¿Y qué decir de los puentes que atraviesan el Urumea? Savater les dedica todo un capítulo en su guía de la ciudad. Y en verdad, son otro de los rasgos distintivos de San Sebastián. Escribe Savater:
“De los tres puentes que cruzan nuestro río Urumea, el más antiguo es el de Santa Catalina, que prolonga la Avenida de la Libertad camino de Gros. Pero los dos más hermosos, para mi gusto, son los que lo flanquean río abajo y río arriba”.
Estoy de acuerdo. El puente de La Zurriola y el de María Cristina son dos puentes encantadores. El primero, con el Kursaal al fondo. El segundo, con una visión memorable a los hermosos edificios y el arbolado melancólico de los paseos de los Fueros y de Francia. Otro pedacito de París.
El Kursaal
El Kursaal puede discutirse por su emplazamiento (tapa, como un muro ciego, el mar y la playa de La Zurriola), pero nunca por su arquitectura. La fachada de cristal rugoso de esta inteligente obra de Rafael Moneo imita al mar y refleja la atmósfera cambiante del golfo de Vizcaya. Más aún. Escribe Manuel de Lope:
“Hay muchas maneras de dominar el entorno. El Kursaal es tan ajeno al suyo como un bloque de hielo caído del espacio que, sin embargo, entra en resonancia con los elementos primarios del paisaje. Su contacto con el mar y el cielo deja de ser un reflejo para convertirse en una apropiación”.
El Kursaal es, además, uno de los escenarios del Festival de Jazz, el otro plato fuerte de los acontecimientos culturales que acoge San Sebastián.
Paseo nuevo
Otro paseo inexcusable. Muy paisajístico, poseído por el horizonte azul del mar y la verticalidad rocosa contra la que impactan las olas, rodea el monte Urgull y concluye en la Construcción Vacía de Oteiza, donde también se disfruta de una precio vista de San Sebastián y su bahía.
Monte Urgull
Y para terminar, nada mejor que subir al monte Urgull, un cuidado parque que ayuda a entender la historia de la ciudad a partir de los restos supervivientes de la fortaleza militar o del melancólico cementerio de los ingleses muertos en 1813, durante el asedio de las tropas napoleónicas, quizá el rincón más romántico de San Sebastián Y claro, desde allí, otra maravillosa panorámica de la ciudad.
Esta es mi propuesta, pero si hay una ciudad en el País Vasco que permite ser degustada a la carta, esa es San Sebastián.
CHILLIDA LEKU
Una visita muy recomendable de la que, sorprendentemente, prescinde muchas gente es Chillida Leku, a menos de siete kilómetros de San Sebastián. Su página oficial dice que es “un museo único, confeccionado en sí mismo como una gran obra de arte”. Estoy de acuerdo, pero sólo en parte, porque es mucho más que un museo, es el sueño de toda una vida, un espacio mágico, un lugar donde la naturaleza y el arte se combinan creando una suerte de hechizo que arrebata al visitante.
PASAI DONIBANE (PASAJES DE SAN JUAN)
También a muy poquitos kilómetros de San Sebastián encontramos otra visita imprescindible: Pasajes de San Pedro y Pasajes de San Juan, uno enfrente del otro. Por carretera son cinco minutos, pero merece la pena ir a pie por el monte Ulía: nueve kilómetros con impresionantes acantilados y vistas de las que no se olvidan fácilmente.
Dice Manuel de Lope que sólo caben palabras de elogio al bien conservado sabor marinero de Pasajes de San Juan. Es verdad. Victor Hugo se enamoró de este diminuto pueblo guipuzcoano a primera vista y no se cansó de recorrer su única calle de fachadas coloristas durante las mañanas de la semana que pasó en él el año 1843. Escribió simplemente: “un pequeño edén resplandeciente que sería admirado si estuviera en Suiza y célebre si estuviera en Italia”.
Creo que no hace falta decir más, porque el tiempo no ha modificado el lugar. La calle que junta la montaña con el mar y su hilera de casas sigue ahí. Y también sigue ahí la deliciosa bahía.
HONDARRIBIA
A la salida de Pasajes se continúa por la GI-3440. A 17 kilómetros encontramos Hondarribia, vieja villa fortificada que acumula más historia que casas y habitantes. Sus murallas recuerdan un sinfín de asedios y también las sombras fugaces de las princesas y reinas, españolas o forasteras, que por aquí pasaron, yendo o viniendo de Francia y del resto de Europa.
Sí, la historia nos sale al paso en cada esquina de Hondarribia. Una placa a las afueras aún recuerda, por ejemplo, el sitio de 1638, del que la villa salió victoriosa, dejando tan satisfecho al conde-duque de Olivares que encargó a Velázquez el extraordinario retrato ecuestre que puede verse en el Museo del Prado. Veintiún años después, su carácter fronterizo convirtió esta villa en uno de los escenarios privilegiados de la paz de los Pirineos (1659), con la que Felipe IV reconocía el ocaso del imperio español en el Viejo Continente y despedía a su hija María Teresa, que salía hacia París para contraer matrimonio con Luis XIV.
Escribe Fernando García de Cortázar en su Viaje al corazón de España:
“Hay ciudades que se muestran de una vez. Uno las mira, aunque sea desde lejos, y sabe enseguida que son bellas y que se sienten orgullosas de su belleza. No hace falta nombrarlas, pues están en boca de todos. Hondarribia, mirando a la francesa Hendaya cara a cara, es una de ellas, una perfecta combinación de bonita bahía, desembocadura de río (el Bidasoa) y museo al aire libre”.
Es verdad. Y además, está viva, acomodada perfectamente al clima, a su historia, a su playa (vacía y extensa en invierno, abarrotada en verano) y al bullicio de sus bares.
Hondarribia consta de dos partes bien diferenciadas. El viejo reciento amurallado o parte alta, el centro histórico donde se agrupan los vetustos caserones señoriales. Y el barrio de La Marina, la parte baja y nueva de la ciudad, un encantador escaparate de arquitectura tradicional lleno de comercios, restaurantes y bares genuinos.
La mejor recomendación para disfrutar de esta bellísima villa es pasearla, perderse una y otra vez. Por el camino daréis siempre con esos lugares imprescindibles que debéis ver antes de volver a la carretera.
Murallas
Son la prueba evidente del carácter fronterizo de Hondarribia. Realizadas en mampostería con piedra caliza del monte Jaizkibel, circundan la parte vieja. Para acceder a esta hay que cruzar el Pórtico de Santa María, sobrio preámbulo del museo al aire libre que nos aguarda.
Plaza de Armas y Plaza Guipózcoa
Son los puntos más concurridos del centro histórico, adoquinado, laberíntico, muy evocador. Siguiendo la calle Mayor no tardamos en llegar a la plaza de Armas, donde se alza el castillo de Carlos V, hoy Parador Nacional. No lejos, damos con la plaza Guipúzcoa, porticada, empedrada, rodeada de cafés y galerías de arte.
La Marina
Es las parte baja de la ciudad, el centro de la vida social. Restaurantes, comercios, terrazas… Y una sucesión encantadora de fachadas blancas con balcones verdes y azules, ejemplo perfecto y cuidadísimo de arquitectura popular.
¡Ah!, y si disfrutas con la mejor gastronomía, aquí tienes una parada obligada, y es que , en cuestión de pintxos, La Marina de Hondarribia no tiene nada que envidiar a la parte vieja de San Sebastián.
El Paseo de Butrón y Faro de Higuer
Es el camino que va a la playa. Otro lujo suculento, en este caso para la mirada. Y puestos a hablar de vistas, ninguna mejor que las panorámicas que se disfrutan por el sendero que sale de la misma playa y lleva al Faro de Higuer, desde el que se deja ver el mar, la desembocadura del Bidasoa y la bahía.
Todo lo demás es producto de los paseos por la ciudad - la parte vieja y la nueva -, sus iglesias, mansiones señoriales, casas tradicionales, tabernas y restaurantes. Nada más y nada menos.
QUÉ COMER EN EL PAÍS VASCO
La gastronomía es una clara seña de identidad del País Vasco. No en vano, es uno de los paraísos gastronómicos de España. La oferta es infinita y la calidad de sus restaurantes tanta, que mencionarlos todos se antoja imposible. Ruta por la costa, la vianda por excelencia de nuestra propuesta es el pescado. Platos que unas veces matizan el sabor de la materia prima y, otras, juegan con ácidos y picante (vinagre y guindilla). La merluza como reina absoluta: a la plancha, en salsa verde, rebozada, con cocochas y almejas. Claro, que la merluza sólo es el principio de una lista de excelentes pescados: besugo, bonito, anchoa, angula, bacalao… Tampoco podemos olvidar los mariscos, con especial predilección por los centollos y percebes. Y por supuesto, las carnes rojas, con el chuletón de buey a la cabeza.
DÓNDE PERNOCTAR CON AUTOCARAVANA EN LA COSTA DEL PAÍS VASCO
No lejos de Bilbao hay dos Áreas de Autocaravanas. Una en Zamudio, al lado del hotel Artea, con estación de tren y autobús a 300 metros. Y otra en el monte Kobeta, cerca de un restaurante-cervecería.
Bakio también cuenta con una Área de Autocaravana y con un gran parking cerca de la playa.
Varias opciones para pernoctar en Mundaka: el camping de Portuondo y el de Sukarrieta. Cualquiera de los dos puede servir de base para terminar la ruta propuesta.
En Zumia hay dos opciones para pernoctar: una cerca de la desembocadura del río Urola, junto a la vía verde, y otra en el puerto, más atractiva pero también más ruidosa.
En Zarautz es bastante difícil aparcar, en verano sobre todo. Para pernoctar, nuestra opción es el Gran Camping de Zarautz.
San Sebastián tiene dos áreas donde podréis pernoctar. Una en Illumbe. Y la otra, nuestra rpeferida, en Berio. Tarifa: 4€-7€/día según temporada. El servicio de cambio de aguas es gratis. Está prohibido sacar toldo, mesas, sillas, etc... Estancia máxima, 72 horas. A unos 100 m. Bus. Las líneas 5 y 25 y 32 te dejan en el casco viejo. Hay un carril bici hasta el centro.
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